
La llegada de la electricidad a México
Del viejo México en tinieblas o iluminado con antorchas y lámparas de aceite, hasta los muchos focos que dejaron huella en la ciudad.
Por: Doctora Lillian Briseño Senosiain.
Ahora que se ha estado hablando sobre todas las implicaciones que tiene el uso de energías limpias, vale la pena recordar cómo es que la electricidad llegó a México, cuando en todo el mundo se hacían los pininos para extender su uso y aprovechamiento.
Fue en el último cuarto del siglo XIX, cuando se realizó en la Ciudad de México el primer ensayo con energía eléctrica, un 16 de septiembre de 1881. Ese día, “doce robustas y elevadas columnas de madera”, con focos eléctricos, iluminaron lo que hoy sería Avenida Juárez, desde su arranque en Reforma y hasta Madero. Dos años después, en 1883, se construyó una nueva “torre de hierro” que se colocó cerca de la estatua de Colón y que alumbraba el Paseo de la Reforma. En estos primeros años de servicio eléctrico circuló la creencia de que cuanto más alta fuera la columna, más espacio podría iluminar el foco, de tal suerte que unos cuantos alumbrarían toda la ciudad.
Experimentar con la electricidad se convertiría en aquel fin de siglo en un ejercicio común entre los científicos de todo el mundo, interesados en descubrir y ampliar las aplicaciones de ese “fluido mágico” que hacía maravillas. Y la Ciudad de México se iba colocando a la vanguardia en cuanto al alumbrado público, ya que aquí se llevaban a cabo ensayos de manera paralela a los que se realizaban en Europa.
Mientras esto se hacía, la tecnología también se perfeccionaba con los descubrimientos que se iban alcanzando. Tomás Alva Edison, por ejemplo, inventaría el foco eléctrico en 1878 bajo el esquema de la subdivisión de la luz, con lo cual se abriría una infinidad de posibilidades para el alumbrado. Una de ellas, poder colocar una especie de series de focos para iluminar las ciudades con un resplandor más discreto que el que proporcionaban las lámparas de arco, que eran como reflectores que podían molestar a la vista. Las nuevas instalaciones daban una impresión de modernidad con mayor alumbrado.
Conforme pasaron los años, esta manifestación del progreso iría ampliando su presencia por la ciudad. En 1887, por ejemplo, la compañía Aguirre Hermanos, una de las empresas que competía para proveer el servicio de luz, solicitó al Ayuntamiento autorización para establecer alumbrado eléctrico incandescente en establecimientos privados, para “comodidad y bienestar” de los habitantes de la capital. “La mejora de que se trata ―argumentaba la empresa― está ya planteada como una de las más bellas e importantes en las ciudades de Europa y de los Estados Unidos.”
Evidentemente hubo muchos tropiezos en el camino, sin embargo, la década de 1890 representó, en los hechos, la consolidación de la política porfirista y del desarrollo económico. Grandes inversiones llegaron al país, reflejadas en magníficas obras de infraestructura como el ferrocarril y la electrificación. Impulsarlas fue una decisión de Estado que “representaba” el rumbo del progreso, y México pretendía llegar a ser un país moderno en el que tuvieran cabida todos los avances tecnológicos y científicos.
Fue así que, en esa última década del siglo XIX, la energía eléctrica amplió sus aplicaciones y empezó a utilizarse para alumbrar espacios interiores como teatros, comercios y casas particulares. Todo esto implicaba, obviamente, la construcción e instalación de un sistema eléctrico que fue dejando huella en la ciudad.
Gracias a este esfuerzo, la nueva iluminación se afianzó en las calles de la capital, apostando el gobierno por su total electrificación en 1896. Para ello, abrió un concurso público para la extensión del servicio, mismo que ganaría la empresa alemana Siemens y Halske, que obtuvo la concesión para proveer de electricidad a toda la ciudad de México.
Con ello, para 1900, la vieja historia del México en tinieblas o iluminado con antorchas y lámparas de aceite, petróleo o gas, formaría parte del pasado. El nuevo siglo arrancaba con el alarde de que todo el alumbrado público que ostentaba el país en el momento de la independencia, casi cien años antes, estaba contenido en uno solo de los muchos focos que iluminaban la capital. La intensidad luminaria se medía en bujías, y en los inicios del siglo XIX sólo dos mil bujías daban luz, mientras que finalizaba con casi un millón y medio. Había pues muchos progresos que presumir en materia de electrificación del alumbrado público, y así lo demostraban las constantes noticias que daban cuenta de la instalación de focos aquí y allá en toda la ciudad. La vida de los capitalinos se hizo entonces mucho más segura y se ampliaron las horas de socialización y trabajo.
Además, a partir de entonces la capital pudo celebrar sus fiestas patrias y religiosas con la presencia de cientos de focos que le dieron una nueva dimensión a los festejos y otra cara a la ciudad. La electrificación, tan importante para la segunda Revolución Industrial, había llegado al país y con ella la posibilidad de impulsar un país progresista y pujante. México se colocaba a principios del siglo XX a la altura de las naciones más civilizadas del mundo. Al menos algunos podían presumir de vivir y gozar de estos beneficios.